“Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento" Mateo 3:8
Esta frase salió de la boca de Juan el bautista, un hombre que vivía apartado del mundo y entregado completamente al servicio del Señor, e iba dirigida a dos grupos religiosos específicos: los fariseos, que eran un grupo que ponía su énfasis en la corrección de la forma exterior respecto a los actos basados en la ley y subestimaban el acto piadoso en sí; y los saduceos, que eran otro grupo religioso judío que nacía de la secta de los helenizantes en oposición a los fariseos. Este segundo grupo pretendía eliminar el hermetismo judío para abrirse a la costumbre y cultura griega (Vine; diccionario expositivo; editorial Caribe, 1999)
Ambos tenían una cosa en común: la autojustificación. Pensaban que por ser descendientes del patriarca Abraham, quien había recibido La Gran Promesa de Dios (Romanos 9:6-8), no podía caer sobre ellos el juicio o la ira venidera anunciada abiertamente por los profetas (Ezequiel 38:18-23).
La verdad es que La Gran Promesa era un asunto espiritual que no estaba al alcance del entendimiento judío, hasta que, más tarde, el Espíritu Santo, por medio del apóstol Pablo revelaba:
Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios. (Romanos 2:28-29)
Realmente ninguno de ellos mostraba con su vida un reconocimiento de la santidad de Dios, humillándose hasta el polvo y declarando arrepentidos que eran pecadores delante del Santo de Israel, sino que se mostraban ante el mundo como las únicas personas dignas de Dios y como los únicos merecedores de ser llamados hijos de Abraham, aunque con sus hechos demostraban lo contrario (Juan 8:39-40).
¿A cuantas personas hemos escuchado decir: con que no le haga mal a nadie es suficiente? o nosotros mismos, cuando decimos que estamos bien delante de Dios, ya que nos bendice, pero realmente no estamos mostrando frutos dignos de alguien que fue perdonado por su pecado y salvado de la ira de Dios. ¿Cuántos de nosotros no hemos usado nuestra libertad en Cristo como excusa para pecar (Gálatas 5:13) y luego de haber pecado nos sentimos sin culpa porque Cristo de antemano ya nos perdonó (Efesios 4:17-24)? Esta misma actitud era la que abundaba entre fariseos y saduceos. Pecaban, pero se sentían limpios por el simple hecho de ser descendientes de Abraham, o por la jactancia mentirosa de que guardaban absolutamente la ley de Moisés, cuando ellos sabían muy bien que no era verdad (Lucas 11:42-44).
La enseñanza en este pasaje es que reconozcamos continuamente nuestro pecado; que nos humillemos delante de Dios confesando nuestro pecado (1 Juan 1:9) y reconociendo día y noche que nuestro Dios es un Dios santo (Apocalipsis 4:8), apartado de las tinieblas y de toda maldad (1 Juan 1:7).
No hay otro camino hacia la santidad que la sangre de Jesús, pues ésta no fue derramada en vano. Es la sangre de Jesucristo la que nos limpia y a través de ella es que obtenemos el perdón de nuestros pecados (1 Juan 1:7) delante de un Dios santísimo que no tolera el pecado en su presencia (Isaías 6:5).
Ahora, ¿a qué se refiere la Palabra cuando habla de frutos dignos de arrepentimiento? El mismo Juan bautista nos da la respuesta mencionando tres cosas que apuntan hacia un mismo objetivo: el amor al prójimo (Mateo 22:37-40). La primera consiste en dejar toda clase de egoísmo y suplir, con la bendición material que Dios nos ha dado las necesidades de otros (Lucas 3:11; Santiago 2:15-17). La segunda consiste en abandonar el abuso de las ventajas que tenemos sobre los demás: autoridad, poder, riquezas, etc. (Lucas 3:12-13; Isaías 1:16-17) Y la tercera, en dejar toda clase de actos corruptos, opresores y ambiciosos (Lucas 3:14; Efesios 4:22-25).
Aunque Juan el bautista, cuando hablaba estas cosas, estaba dirigiéndose a sectores concretos de la sociedad de su tiempo, tales como judíos en general, publicanos y soldados romanos, podemos entender que cada uno de nosotros en particular, al igual que aquellas personas a las que se dirigía Juan el bautista, tenemos un hábito o pecado específico que debemos abandonar, porque con ello estamos ofendiendo la santidad de nuestro Dios. Y es en el abandono absoluto donde encontramos el verdadero significado de la frase: frutos dignos de arrepentimiento. Abandonar por completo los pecados habituales que sabemos que están ahí, pero pasamos por alto su existencia.
Cuando hay un verdadero arrepentimiento existe también un sentimiento en nuestro ser, una profunda tristeza por estar pecando contra Dios (2 Corintios 7:10), y esa tristeza es la que nos hace recapacitar y tomar la decisión de abandonar el pecado. Pero si la tristeza queda sólo en eso, nada más que un sentimiento y no produce en nosotros un cambio de conducta, entonces esa tristeza no es más que remordimiento de conciencia, vano y pasajero.
En resumen, los frutos dignos de arrepentimiento podemos definirlos de la siguiente manera: dejar el pecado en definitiva y enfocar todas nuestras fuerzas en la ardua pero hermosa tarea de amar al prójimo; no regresar más hacia el error; reconocer continuamente que Dios es santo, que necesitamos de su perdón, y que solamente el sacrificio de Jesús nos hace dignos delante de él, porque no hay otro camino hacia la santidad que su sangre derramada en la cruz ya que nos limpia de todo pecado, pero también de la maldad, que es el motor que nos lleva a pecar; y que el arrepentimiento verdadero va más allá de un sentimiento vano e inútil, porque cuando se produce en nosotros una tristeza profunda por el pecado, y es el Espíritu de Dios quien la causa, nuestra voluntad queda rendida a ÉL, dispuesta a obedecer aquellas hermosas palabras de perdón, que fueron pronunciadas por Jesús para una mujer pecadora, rescatada por el Señor, de morir en manos de sus acusadores: "Ni yo te condeno; vete, y no peques más" (Juan 8:11).
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