“Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado." (Romanos 6:7)
Sabemos que Cristo murió por nosotros para darnos salvación. Que Cristo dio su vida para morir en nuestro lugar siendo nuestro sustituto en la cruz. Esto nos llena de gozo, pues el beneficio para nosotros es invaluable e incomparable. Sin embargo, pocas veces tomamos en cuenta que la muerte de Cristo no fue sólo para que viviéramos, sino también para que muriéramos (Romanos 6:5-7).
El Señor Jesucristo no nos sustituyó en la cruz para que viviéramos nuestra vida por cuenta propia y alejados de su voluntad; dicho de otro modo: no murió para que nosotros viviéramos la vida que quisiéramos vivir, sino la vida que Él tiene preparada para cada uno de nosotros (Juan 10:24-29).
"Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden" (Romanos 8:7)
La palabra de Dios nos enseña que los designios de la carne no pueden sujetarse a la ley de Dios. Esto significa que si seguimos pecando deliberadamente contra Dios bajo la voluntad de la carne, es que aún no tenemos el Espíritu del Señor Jesucristo viviendo en nosotros, pues de lo contrario el Espíritu del Señor nos daría el poder suficiente para tener victorias diarias contra el pecado. También nos enseña la Palabra, que: "si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él". Por lo que un verdadero hijo de Dios siempre buscará de una manera natural someterse a la voluntad del Espíritu del Señor Jesucristo, y no a la voluntad de su propia carne de pecado.
Porque si pensamos que podemos practicar el pecado sin ningún problema, justificándonos en el hecho de que el Señor Jesucristo murió para que nuestros pecados, sean los que fueren, intencionales o inconscientes, fueran perdonados; nos estamos olvidando de que el Señor Jesucristo no sólo murió y derramó su sangre para ser nuestro sustituto en la cruz o en la muerte que nosotros merecíamos; sino que también derramó su sangre para pagar un precio por nosotros. Y si el Señor Jesucristo pagó un precio por nosotros, entonces ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que ahora le pertenecemos a Él por completo
(1 Corintios 6:20).
Por tanto, ya no vivo yo, sino que el Señor Jesucristo es el que vive en mí, y es él quien debe reinar en mi vida, y no yo. El Señor Jesucristo es quien merece mi obediencia, pues él se entregó a sí mismo por mí, para pagar por mi vida, y la nueva vida que él me ha dado incluye mi absoluta obediencia; porque ya he muerto para mí mismo y para el mundo, es decir, para mi carne y para el pecado.
Porque Cristo murió para que viviéramos y tuviéramos vida en abundancia, lo cual significa que murió para que nosotros muriéramos juntamente con Él (Gálatas 2:20), y no viviéramos ya más para el pecado ¿Cuál pecado? El que reinaba en nosotros y no permitía que pudiéramos volver, como en el principio de los tiempos, a la gloria de Dios (Romanos 3:23).
El Señor Jesucristo murió para que viviéramos una verdadera vida, que consiste en vivir alejados de la muerte, de la misma muerte que el pecado produjo en nosotros cuando vivíamos alejados de Él.
¡Bendiciones!
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El texto Bíblico ha sido tomado de la versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso.
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