Por Erik Torres
Un día se acercó al Señor Jesús, un estudioso de la ley, y le hizo la siguiente pregunta:
“Maestro ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” (Mateo 22:36).
Lo que pretendía aquel intelectual de la época, con este cuestionamiento, en representación del grupo de fariseos que le acompañaba, era hacer caer, públicamente, en el error al Señor Jesucristo; empresa que ni en sus sueños conquistaría, pues estos hombres se exhibirían a sí mismos, públicamente, como insensatos, impulsados por su propia necedad, tal como le sucedió a todos los que pretendieron hacer lo mismo.
Nos gustaría que enfocáramos nuestro pensamiento, hacia la actitud de aquel hombre, pues ésta, nos deja una enseñanza muy reveladora: que lo que verdaderamente hay en el corazón de una persona religiosa, es el afán por cumplir los mandamientos de la ley de Dios, como para poder merecer la entrada al reino de los cielos.
Por supuesto que es imprescindible obedecer los mandamientos del Señor, y toda la Palabra de Dios; mas es necesario mencionar aquello que nos enseña la revelación del nuevo pacto de Dios, establecido a través de la sangre redentora de Jesús: que obedecer los mandamientos de la ley de Dios, no pueden llevar a nadie a conseguir la salvación:
“pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo.” (Gálatas 2:21).
La salvación ya fue ganada en la cruz, por el mérito sacrificial que el Hijo de Dios realizó voluntariamente, en lo alto del monte Calvario; y lo hizo sin acepción de personas; lo hizo para todos los que, humillándose delante de Dios, estén dispuestos a recibirle, como su único y suficiente salvador personal.
La respuesta que dio Jesús, acerca del asunto que cuestionaba aquel intérprete de la ley, fue contundente; una respuesta que nos obliga a cambiar nuestra manera de pensar, tan llena de religión, y apegada a las costumbres y tradiciones, de las religiones que existen en todo el planeta, mismas que ponen como requisito, para tener la posibilidad de entrar al cielo, el portarse bien, y cumplir con los mandamientos de Dios. No obstante, el Señor Jesús nos ha dejado la siguiente aseveración, misma que fue la respuesta dada a aquel osado interprete de la ley:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.” (Mateo 22:37-40)
De acuerdo al texto anterior, todo se resume en el amor. Pero el amor, habrá que aclarar, porque la Escritura misma lo hace, es el resultado del poder de Dios actuando en nosotros, a través de la persona del Espíritu Santo, que habita en cada uno de sus hijos, pues dice:
“Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros. En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu.” (1 Juan 4:12-13).
El amor, es el fruto del trabajo del Espíritu de Cristo, obrando en toda nuestra vida; ya que, por nosotros mismos y en nuestras propias fuerzas, jamás podríamos hacer semejante labor, pues dice la Palabra de Dios: “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6). ¡Es Dios quien hace toda la obra en nosotros!
Diría usted “¿entonces no debo hacer nada para demostrar que realmente amo a Dios y a mi prójimo?” pues la respuesta a esta pregunta es: ¡que hay mucho trabajo en la viña del Señor! Hay muchas almas por rescatar de la perdición eterna; y el Señor nos manda atender dicho trabajo con diligencia; como dijo el Señor Jesús cuando niño: “en los negocios de mi Padre me es necesario estar” (Lucas 2:49).
Sin embargo, lo que nos debe quedar muy claro, por lo cual insistiremos tanto en este punto, es que no se trata de nosotros mismos, como tema principal del proyecto que Dios inició en nuestras vidas, sino que se trata de Cristo, como centro de toda nuestra vida; ya que nosotros sólo podemos poner nuestra voluntad a total disposición de Dios; porque nuestras fuerzas, nuestros dones, nuestros recursos, y nuestra vida misma ¡provienen absolutamente de Dios!
Es Dios quien nos usa, como herramientas suyas de trabajo. Es la Palabra de Dios, la que nos usa a nosotros, y no nosotros a ella; pues aun cuando la Biblia dice, que usemos bien la Palabra de Verdad (2 Timoteo 2:15); lo que esto significa, es que la Palabra de Dios debe salir de nuestra boca con toda integridad, y debe provenir de nuestra vida con buen testimonio, como una lámpara que alumbra en medio de la oscuridad del mundo; porque siendo honestos, nosotros sin la Palabra de Dios no somos nada; y resulta en gran manera interesante, cuando consideramos lo que la Biblia nos dice: que Jesucristo es la Palabra de Dios encarnada (Juan 1:14), y que separados de Él nada podemos hacer (Juan 15:5).
Con lo anterior llegamos a la conclusión, de que la Palabra de Dios encarnada, es decir, su Hijo Jesucristo, es quien nos usa a nosotros, haciendo brotar como una fuente eterna, la Palabra Viva de Dios, a través de su Santo Espíritu habitando en nosotros (ver Juan 7:37-39, y Ezequiel 36:26-27), con poder de Dios para salvación y restauración de vidas perdidas (Romanos 1:16-17); y todo lo que sucede en nuestra vida, a partir de que el Hijo de Dios comienza a usarnos, bajo la obediencia de su señorío, es lo que entendemos como un resultado, y fruto del Espíritu Santo de Dios, obrando en nosotros, y no como producto de nuestra propia voluntad. Así que, pongamos nuestros ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe (Hebreos 12:2), y no en las cosas de este mundo; para que Dios nos use poderosamente.
Que nuestra fe, sea correctamente enfocada en el amor de Dios, en la cruz de Cristo, y en lo que él nos regaló al morir por nosotros: su gracia redentora; mas no en la perspectiva errónea de que la salvación se obtiene por medio de las buenas obras; pues la Palabra de Dios nos enseña, que somos salvos por gracia, y que su propósito, no es que mostremos nuestra bondad y misericordia personal al mundo, sino que mostremos al mundo, la bondad y la misericordia, propias de Dios; mismas que tuvo primero para con nosotros, y que Él desea tener hacia muchas más personas a través de nosotros, pues todo lo que podemos dar a los demás, ¡es porque antes lo recibimos por medio de Su gracia! (Mateo 10:8).
Concluimos pues, que Dios, en su soberanía, ha decidido usarnos a cada uno de nosotros, quienes tenemos la experiencia vivencial del pecado, y del perdón de Dios por el sacrificio redentor del Señor Jesucristo; para manifestar al mundo sus obras de amor, que él mismo preparó de antemano para que, con toda diligencia, anduviésemos en cada una ellas, pues dice su Palabra:
“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.” (Efesios 2:4-9)
¡Amén!
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El texto Bíblico ha sido tomado de la versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en
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Erik Orlando Torres Zavala
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2016
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